El suicidio en la Biblia
por Antonio Cruz, Bioética Cristiana, Editorial Clie,
1991.
El acto por el cual una persona se
causa la muerte, con conocimiento y libertad suficiente, es lo que
habitualmente se conoce el suicidio. Se trata de la mayor
violación que existe
de la vida propia. Un gesto irreversible mediante el cual se rechaza la
soberanía absoluta de Dios sobre la existencia humana.
Entre los griegos,
los estoicos se caracterizaron por su defensa del suicidio. El filósofo Zenón
de Elea se quitó la vida con el principal fin de demostrar sus teorías acerca
del suicidio. También entre los pueblos celtas y romanos la acción de acabar con
la vida propia llegó a considerarse como una demostración de valentía.
Así Séneca defendía
la idea de que el hombre sabio puede demostrar mediante el suicidio su amor y
fidelidad a la patria. Han sido bastantes los teóricos del suicidio a lo largo
de la historia y, sobre todo, en la época moderna. Pensadores como Hume,
Mentesque, Shopenhauer, Nietzsche o Durkheim, eran fervientes partidarios de
renunciar a la vida cuando ésta ya no les fuera favorable ni satisfactoria.
En la actualidad son también
numerosas las personas y entidades que defienden el derecho al suicidio libre y
despenalizado. Se afirma, por ejemplo, que «en una
sociedad liberal,
basada en el principio de la autonomía moral del individuo, la
ley no debería
influir en evitar que en ciertas circunstancias la gente se quite
la vida.
En otras palabras,
aunque el suicidio pudiera ser o no un pecado en algunas circunstancias, desde
luego no debería ser un delito» (Charlesworth, 1996: 46). De manera que en el
inicio del tercer milenio el suicidio tiende a convertirse casi en una
institución social reivindicada por determinadas corrientes de pensamiento.
¿Cómo puede valorarse
este asunto desde la Biblia? Ya se ha señalado en numerosas ocasiones que la
vida humana, en la perspectiva de la Escritura, se concibe siempre como un don
de Dios. Sólo el Creador tiene autoridad sobre la vida y la muerte de la
criatura. Es, por lo tanto, el verdadero propietario que la concede en
usufructo para que el ser humano la administre y rinda cuentas al final de su
buena o mala gestión.
Esta creencia de los cristianos
primitivos supuso una colisión frontal contra la cultura del suicidio que predominaba
en el mundo pagano.
A pesar de que, en
general, el suicidio es raro en la Biblia, no obstante en las
páginas del Antiguo
Testamento se describen algunos casos famosos en los que determinados
personajes se quitaron la vida. Abimelec es uno de los primeros (Jue 9:53-54).
Cuando estaba intentando quemar la puerta de una torre, durante el transcurso
de una sublevación cananea, cierta mujer le arrojó un pedazo de rueda de molino
y le rompió el cráneo. La deshonra que esto suponía para él le hizo pedir a su
propio escudero que lo atravesara con la espada. Algo parecido ocurrió con Saúl
y su escudero (1 S 31:3-5).
También Ahitofel se
ahorcó cuando comprobó que Absalón no había seguido su consejo (2 S 17:23).
Zimri, el comandante del rey Asa, después decerciorarse de que sus intrigas
habían salido mal, se encerró en el palacio real, le prendió fuego y murió
quemado (1 R 16:18). Sansón, no sólo se vengó de tres mil filisteos derrumbando
la casa donde se reunían, sino que él mismo pereció también en aquella hazaña
(Jue 16:27- 30). Incluso en el Nuevo Testamento se relata el suicidio de Judas
Iscariote después de traicionar al Señor Jesús (Mt 27:5). ¿Cómo explicar todas
estas acciones contra la vida propia?
La ley mosaica del
Antiguo Testamento no se refiere directamente al suicidio
porque lo contempla
dentro del homicidio. Si la muerte provocada a otra persona estaba condenada
bajo la ley de Dios, ¡cuánto más reprobable será matarse uno mismo! Estos acontecimientos
bíblicos no constituyen la norma, ni tampoco suponen una aprobación de la
conducta suicida, sino que por el contrario el pueblo judío despreciaba a
quienes se quitaban deliberadamente la vida.
El ejemplo de Job es
suficientemente revelador al respecto. Cuando está atravesando los peores
momentos de su vida es capaz de gritar: «¿Por qué no morí yo en la matriz, o
expiré al salir del vientre?...Pues ahora estaría yo muerto, y reposaría» (Job
3:11, 13). Sin embargo, a pesar de sus calamidades y sufrimientos jamás contempla
el suicidio como una opción éticamente aceptable.
Los casos que figuran
en la Biblia son simples constataciones históricas de hechos puntuales que desgraciadamente
ocurrieron pero que, de ningún modo, son moralmente aprobados. El suicidio es
para el hombre bíblico una clara violación del quinto mandamiento del Decálogo,
ya que sólo Dios tiene poder y es
soberano sobre la
vida humana.
Como afirma el
apóstol Pablo en su carta a los romanos: «Porque ninguno de nosotros vive para
sí, y ninguno muere para sí. Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si
morimos, para el Señor morimos. Así pues, sea que vivamos, o que muramos, del
Señor somos» (Ro 14:7-8).
Pero nuestra vida y
nuestra muerte no sólo afectan al Dios Creador y a nosotros mismos, sino
también a las demás personas con quienes convivimos. No habitamos dentro de una
burbuja aislada. Nadie vive sólo para sí, de ahí que el hecho de que quitarse
la vida tenga también repercusiones negativas sobre los
demás.
Como escribe Hans
Jonas: «Puedo tener responsabilidad por otros cuyo bienestar depende del mío,
por ejemplo como mantenedor de mi familia, como madre de niños pequeños, como
titular decisivo de una tarea pública, tales responsabilidades limitan sin duda
no legalmente, pero sí moralmente, mi libertad de rechazar la ayuda médica. Son
por su esencia las mismas consideraciones que restringen también moralmente mi
derecho al suicidio» (Jonas, 1997: 161). Desde la visión bíblica el suicidio es
moralmente tan inaceptable como el homicidio.
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