La
indescriptible gloria del cielo
ErichMaag.
Cuando
pensamos en la gloria celestial, tocamos un área que está fuera de nuestro
universo tridimensional: anchura, altura y profundidad. Esta gloria, que Pablo
llama tercer cielo en
2 Corintios 12:2, es la residencia del Dios invisible y sus ángeles, donde su
centro es la sala del trono de Dios. El profeta Ezequiel intenta describir este
indescifrable esplendor a través de palabras que podamos comprender.
Su
visión nos traslada directamente al cielo: “Y sobre la expansión que había sobre sus
cabezas se veía la figura de un trono que parecía de piedra de zafiro; y sobre la
figura del trono había una semejanza que parecía de hombre sentado sobre
él. Y vi apariencia como de bronce refulgente, como apariencia de
fuego dentro de ella en derredor, desde el aspecto de sus
lomos para arriba; y desde sus lomos para abajo, vi que parecía como
fuego, y que tenía resplandor alrededor. Como parece el
arcoíris que está en las nubes el día que llueve, así era el parecer del
resplandor alrededor. Esta fue la visión de la semejanza de
la gloria de Jehová. Y cuando la vi, me postré sobre mi
rostro, y oí la voz de uno que hablaba” (Ez. 1:26-28).
Así
es como describe Ezequiel el trono de Dios en el cielo. Vio luces radiantes, reflejadas
por piedras preciosas, ruedas de luces de colores, seres angelicales y el
resplandor centelleante de un arcoíris rodeando el sitial del Dios eterno. Es
una imagen grandiosa de la soberanía, la majestad y la gloria del Señor en su
increíble belleza y perfección celestial. También el apóstol Juan pudo
vislumbrar a esta gloria celestial (Apocalipsis 4:3).
Ambos,
tanto Ezequiel como Juan, intentan describir el templo de Dios, el “tercer
cielo”, el palacio celestial, respecto al cual hemos recibido una promesa de
valor infinito:
“Al que venciere, yo lo haré
columna en el templo de mi Dios, y nunca más saldrá de
allí; y escribiré sobre él el
nombre de mi Dios, y el nombre de la ciudad de mi Dios,
la nueva Jerusalén, la cual
desciende del cielo, de mi Dios, y mi nombre nuevo” (Ap. 3:12).
Esta
promesa es para cada hijo o hija de Dios, para todos los que creemos en él. Por
supuesto, no seremos convertidos en columnas estáticas de un templo material,
sino que entraremos en la presencia de Dios para nunca más separarnos de él y
para servirle por toda la eternidad.
¿Qué
dijo Jesús a sus discípulos?: “Vendré
otra vez y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también
estéis” (Jn.
14:3). Estar en la presencia de Dios
hará que enjuguemos nuestras lágrimas.
No
habrá más sufrimiento, sino que tendremos completa paz y perfecto gozo. Sí,
todos los creyentes disfrutaremos de una comunión perfecta.
Al
final de la historia de la humanidad, después del reino milenario, Dios creará
un nuevo cielo y una nueva tierra, sin pecado y sin maldición. Será un hecho
completamente novedoso. Podríamos decir que el tercer cielo se unirá con estas
nuevas creaciones.
Viviremos
una forma original de existencia, con dimensiones que ahora desconocemos por
completo. Esto sobrepasa nuestra imaginación, pues no somos capaces de concebir
el mundo fuera de nuestras tres dimensiones.
Pero
por más que nos cueste comprender los asuntos eternos, sabemos que después de
la creación de este cielo y tierra, la nueva Jerusalén descenderá hasta esta
última “dispuesta como una esposa
ataviada para su marido” (Ap.
21:2), y entonces la morada de Dios estará para siempre con los hombres, los
efectos de la maldición habrán sido quitados de manera definitiva y Dios vivirá
en una profunda e ilimitada comunión con los redimidos.
Este
es nuestro consuelo y nuestra firme confianza; ¡Maranatha, ven, Señor nuestro!
Tomado
de la revista Llamada de Medianoche
Junio
2019.
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